El yuan —la moneda oficial de China— volvió al centro del tablero económico global este 7 de abril, cuando el Banco Popular de China (PBoC) decidió establecer la paridad diaria con el dólar en apenas un 0,1% más débil que la jornada anterior, a pesar de que el mundo financiero esperaba una depreciación de al menos 1,8%. Este movimiento, tan moderado como calculado, revela que la estrategia de Beijing va mucho más allá de responder de forma reactiva a los aranceles estadounidenses: apunta a consolidar una visión de estabilidad a largo plazo, incluso en medio de una nueva escalada comercial.
En lugar de permitir una depreciación abrupta del yuan —como se especulaba tras el anuncio de nuevos aranceles por parte del presidente Donald Trump—, China optó por enviar un mensaje de firmeza y previsibilidad. La decisión ocurre en un contexto particularmente sensible: Washington ha elevado sus aranceles a las importaciones chinas en un 34%, y Beijing ha respondido con una medida equivalente. Sin embargo, ambas disposiciones aún no han entrado en vigor, lo que deja abierta una franja temporal crítica para la diplomacia.
El PBoC parece estar jugando una partida de ajedrez. En lugar de hacer movimientos impulsivos, prefiere consolidar una posición de fortaleza económica, evitando una depreciación brusca de la moneda que podría desencadenar salidas masivas de capital y pérdida de confianza en su sistema financiero. Así, el yuan se mantiene apenas un 0,2% más débil frente al dólar en lo que va del año, una cifra sorprendentemente estable dadas las tensiones comerciales en curso.
La historia reciente pesa sobre las decisiones de Beijing. El recuerdo del Acuerdo Plaza de 1985, que forzó la revalorización del yen japonés a cambio de alivio comercial, todavía resuena como una advertencia. China no quiere repetir la historia de Japón, cuyas décadas de estancamiento económico aún se analizan en las escuelas de economía como una lección de errores estructurales. Por ello, un posible “acuerdo de moneda fuerte” con Estados Unidos parece fuera de discusión.
En cambio, el objetivo es otro: posicionar al yuan como una moneda estable y robusta en el sistema financiero internacional. Para lograrlo, China sabe que necesita evitar movimientos bruscos. Una devaluación controlada, gradual y limitada puede convertirse en una herramienta eficaz para mantener la competitividad sin poner en riesgo la estabilidad interna ni provocar pánico en los mercados.
A nivel regional, esta estrategia también busca evitar efectos colaterales. Una caída pronunciada del yuan arrastraría a las monedas de sus vecinos asiáticos, dificultando los esfuerzos de China por tejer nuevas alianzas comerciales en un mundo donde el proteccionismo se vuelve cada vez más frecuente. En ese escenario, la moderación cambiaria se convierte en una carta diplomática clave.
La pregunta inevitable es: ¿cuál es el límite inferior que Beijing está dispuesto a tolerar? Algunos analistas sugieren que podría estar en torno al nivel previo a la liberalización del tipo de cambio en 2005, cuando el yuan estaba anclado a 8,2765 por dólar. Si bien no se espera un regreso a ese punto, es evidente que el PBoC quiere evitar a toda costa que se dispare una espiral devaluatoria que debilite su proyecto de internacionalización del yuan.
En ese contexto, figuras como Ray Dalio, fundador de Bridgewater Associates, advierten que China está utilizando su política cambiaria como parte de una estrategia integral para consolidar su influencia económica. Según esta visión, el fortalecimiento del yuan no debe entenderse como una concesión, sino como una construcción progresiva de soberanía monetaria.
En definitiva, la decisión de esta semana deja clara la narrativa china: responder a la presión con temple, evitar los errores del pasado y proyectar una moneda que no solo resista los embates del presente, sino que sirva como base para una arquitectura financiera alternativa. En tiempos de guerra arancelaria, la estabilidad puede ser el gesto más elocuente.